Hoy es jueves 8 de agosto de 1980. Mi compañero
de colegio hasta el año pasado, Daniel, me dijo que era
hoy el día que tenía que hablar con la persona que me
iba a ayudar a salir de mi encrucijada.
Desde hace unos meses estoy viviendo solo. Me alquilé
un departamento que comparto con un remero
que conozco desde hace muchos años. Somos socios
del mismo club. Del Rowing Club Argentino. Sí, el de
remo que está en Tigre y que durante mi adolescencia
iba todos los viernes que podía después de salir del Colegio.
Tenía que tomarme el tren hasta Tigre y quedarme
a dormir allí para poder salir el sábado temprano
a recorrer mis canales preferidos en el delta. Cada día
elegía un recorrido diferente. Me gustaba descubrir
nuevas casas. Me ayudaban a soñar despierto. Remando,
remando, remando y remando hasta después del
mediodía.
Daniel me dijo que si hablaba con Marshall iba a
lograr ver desde otro lugar esa ley marcial que yo sentía
alrededor mío.
La que había en la calle, tan solo cruzando el umbral
del departamento de mis padres y saliendo a mi
mundo conocido hasta entonces. Mi infancia la pasé
a dos cuadras del Obelisco.
Fue aquélla la ley que limitó dolorosamente mi forma
de hablar. Tenía 20 años y no sabía cómo hacerlo.
Quizás fue eso lo que me hizo aprender muchos idiomas.
Quería aprender a hablar de una manera que casi
nadie entendiese aquí. Iba a conseguir hablar mi propio
idioma. Ese fue mi sueño.
Salí temprano de casa. Tenía que encontrarme con
Daniel en la esquina de Talcahuano y Arenales. Caminando
iban a ser diez minutos, pero salí media hora
antes. El encuentro era a las diez y media.
Daniel llegó apurado. El vivía muy cerca de ahí. Caminaba
con pasos largos y siempre tenía una sonrisa.
Era muy religioso. Respetaba los viernes y logró que en
el colegio le permitieran salir los viernes antes de clase
para poder asistir a su templo en el barrio de Belgrano.
Cuando me vio, se acercó y nos saludamos dándonos
la mano y con la otra los dos apoyamos nuestras
palmas en el codo del otro. Ese era el contacto afectivo
entre dos amigos.
Frente a una puerta de madera enorme, blanca, tocó
un timbre. El del cuarto piso. Y me dijo: "no sé si nos
va a atender. Vamos a ver". El altavoz del portero eléctrico
habló. Nos preguntó algo que no entendí. Daniel
tenía su oreja derecha sobre esos agujeritos dorados y
brillantes. Se los veía recién lustrados. Eran casi iguales
a los de la puerta de mi casa. Por su timbre de voz
supe que era extranjero y de la edad de mi papá.
Con el mismo sonido que se abría la puerta de mi
casa, se abrió ésa también. Tomamos un ascensor y vi
que Daniel tocó el número 4. No me dijo nunca ni la dirección
ni el piso. Era un viaje a un lugar desconocido.
Dio tres golpes muy rápidos en la puerta. Marshall
estaba ahí. Él nos abrió la puerta. Era más alto que
nosotros. Con una frente muy ancha, pero más ancha
era su sonrisa. Estaba vestido con un traje oscuro, una
camisa blanca y una corbata casi negra con unas pequeñas
rayas en diagonal plateadas. Nos dio la mano a
los dos. A Daniel primero y me presentó:
"Él es Claudio, mi compañero del colegio del que te
hablé y que quiere conocerte."
Daniel se quedó en esa pequeña sala de entrada. Se
puso a leer un libro en hebreo que encontró apoyado en
una mesa de madera que sostenía un velador alto. El pequeño
lugar era circular y desde allí se podían abrir otras
tres puertas. Con su brazo derecho abrió la puerta de ese
lado y me hizo un gesto fraternal para que entrase.
Era una oficina pequeña, pintada de un color grisáceo
muy claro. Con un escritorio y dos sillas de madera.
Él tenía una silla más grande con apoyabrazos. Al
costado había un sillón de cuero. Se lo notaba antiguo.
El piso de parquet era muy oscuro y se lo veía recién
lustrado. Sentí durante unos segundos un silencio sepulcral.
Marshall me hizo una seña para que me sentara y
me dijo: "Daniel me habló de ti y cree que te serviría
hablar conmigo."
Sus palabras tenían el típico acento norteamericano.
Hablaba castellano perfecto. Creo que mejor que
Daniel y yo.
"Cuéntame un poco", me dijo.
Recién ahí empecé a hablar aunque no sabía por
dónde empezar. Flotaba en el cuarto el mismo clima
que siento en las sesiones de terapia de hoy, 40 años
después.
Le dije que yo me sentía raro para casi todo el mundo.
Que en la calle tenía que mentir a dónde iba. Que la
policía me había preguntado una vez cuando salía del
colegio a dónde iba y que otra vez había ido a bailar a
un boliche que estaba frente al jardín botánico, y antes
de entrar había un patrullero parado en la puerta.
Me salvé porque llegué cinco minutos más tarde.
Si no hubiera sido así, me habrían llevado a la comisaría
para conocer mis "antecedentes". Seguro me
quedaría allí toda la noche. Porque probablemente era
un delincuente. La ley era así. Había que fingir ser otro.
Lo único que recuerdo que me dijo Marshall en esa
brevísima reunión me marcó para el resto de mi vida,
y fue:
"No te preocupes lo que digan los otros. Solo tienes
que hacer lo que sientas que es bueno aquí. Sé eso por
Daniel. Y aquí estoy. Sé que te va a ir muy bien en tu
vida. Aprovéchala y agradece tener la oportunidad de
hacerlo."
Esas pocas palabras cambiaron mi vida para siempre.
Llegué a pensar que quería convertirme al judaísmo
porque allí me entendían mejor que en la iglesia en
la que había tomado la comunión.
Le pregunté a Daniel qué pensaba. Me contestó que
lo pensara mucho. Que era difícil. Que la respuesta no
era fácil de encontrar ni sencilla de llevar adelante.
Que el tiempo me iba a dar la respuesta.
Lo escuché y eso me ayuda hasta hoy a pensar que
algo hay, allí, más allá de todos nosotros, pero no sé
que es.
No creo que lo sepa antes del final de este capítulo.
Memorabilia

Por Claudio Bevilacqua
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