Después supe que era lunes 3 de octubre de 1960.
Todos los días, la misma canción. Estoy harto ya.
Pero se ve que a mami le gusta.
La escuchamos siempre. Pensará que también me
gusta a mí. Pero no. Todavía no me conoce bien.
Sí, le gusta mucho a ella. Y sé que la va a escuchar
hasta en la última escena de su vida.
Y hoy es 13 de julio de 2009. Pasaron ya 49 años.
Estamos arriba de este barquito de madera muy lustrada.
Brillante. El sol entendió y está muy presente
hoy. Quiere que lo veamos todos, adentro y afuera.
El cielo sabe exactamente qué quiero hacer hoy. Qué
queremos. Porque yo lo decidí, pensando que aquí, en
el agua, yo era el faro de Eduar, mi hermano, y de los
otros seis que me acompañan.
No lo sé. No le pregunto nada a nadie. No me hace
falta.
Sentado en este banquito, veo sus costillas de abeto
rojo deslizarse sobre el agua casi sin sonido. Buenos
Aires ya está lejos. Siento que estoy en una góndola funeraria en Venecia, pero no se los digo. Sé que ella
esperaba eso y los símbolos me lo muestran.
Este cardumen de peces dorados eligieron hoy
acompañarnos. Hicieron bien. Nos sugieren el camino
que tenemos que seguir para no perdernos. Son maestros
en alumbrar esta escena. Los voy a proponer para
el Premio Gaudí. Sí, Premio en Iluminación y Ambientación,
de esta pieza del teatro de mi vida.
Debajo nuestro, el río está desnudo hoy.
El bote acaba de parar. El timonel entendió mi señal.
Saco de mi bolso esta cajita de madera de paraíso. Está
bien lustrada. Cerrada. La miro fijo unos momentos.
La voy a abrir. La tapa está como pegada. No sé.
Quizás no quiere abrirse hoy. Tomo fuerzas. Y, ahora
sí, la destapo. Elegí su canción para este momento.
Miro a Eduar. Él me entendió.
Tomo la cajita. Ya sin tapa. Muy lentamente introduzco
mi mano. Con la punta de los cinco dedos de mi
diestra tomo una pizca de esa arena muy fina. Es plateada.
Brillante. La arrojo, y ahora el agua brilla más,
mucho más.
Le paso la cajita a mi hermano. Hace lo mismo que yo,
pero con tres dedos. Con el índice, el del medio y el pulgar.
Cada uno echa al río una pizca de esa arena resplandeciente.
Ninguno la toca.
Después de hacer su ronda de mano en mano, la cajita
vuelve a mis manos.
La tomo. Ya estaba vacía. Sólo quedan adentro esos
reflejos plateados. La echo al río.
Ahí, en ese momento, me digo en voz muy baja: "El
movimiento del agua la va a llevar a su otra casa". Sí,
a su otra casa, la de la abueli Fina y del abuelo Albert,
que eran vecinos de Joan Manuel Serrat. Allí, Edith
Piaf cantaba la misma canción que en 1960... Non!
Rien de Rien… No!, Nada de nada...
Memorabilia

Por Claudio Bevilacqua
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